lunes, 24 de diciembre de 2007

Noche de Reyes

Era la hora de irse a la cama, ese momento algo alborotado después del baño y la cena en que había que darse prisa por una vez porque dormir era la forma más rápida de que llegara la mañana siguiente y la casa de los abuelos amaneciera llena de regalos. Y sin embargo no resultaba tarea fácil conciliar el sueño. Era la noche de Reyes.
A medida que la casa iba quedando a oscuras y en silencio, apenas iluminada por la luces azules que titilaban en el salón entre las ramas del árbol de Navidad, se abría paso a través del pasillo y las habitaciones un murmullo sutil, tan sutil que un oído poco inquieto lo habría tomado por el runrún monótono del motor de la nevera. Hubiera sido preciso abrir la puerta del cuarto contiguo al de los abuelos y entrar con gran sigilo para dar con el origen del murmullo, allí donde dos hermanos mellizos, arropados por sábanas y edredón en camas separadas, confabulaban en voz muy baja sin dejar de mirarse fijamente a través de la penumbra con más fe que provecho.
-¿Crees que me pondrán la máquina de escribir? -preguntó el niño.
-Claro.
-Me gustaría.
-A mí me gustaría que me pusieran algo que no puse en la carta a los Reyes.
-¿El qué?
-Si me lo ponen, te enterarás -sentenció la niña con mucho misterio.
A continuación murmuraron un plan para sorprender a los Reyes en cuanto el primer camello hubiese posado una pata en el alféizar de la ventana del salón, pues habían llegado a la conclusión de que ese era precisamente el único lugar posible por el que unos reyes magos entrarían en la casa, cargados de regalos, una vez descartadas la puerta principal, por ser demasiado evidente, las ventanas de los cuartos y la pequeña chimenea de la cocina.
-Si lo piensas, nunca han aparecido regalos ni en el cuarto de los abuelos ni en el de mamá ni en el nuestro -observó la niña.
-¿Y qué me dices de la chimenea de la cocina?
-Es demasiado estrecha, no como las de las películas americanas -se quedó callada un momento, pensativa, y dijo: Además, los Reyes tampoco son americanos, me lo dijo mamá.
-Es verdad -convino el niño.
Así fueron quedándose poco a poco dormidos. La noche pasó en un cerrar y abrir de ojos, nunca mejor dicho. Al despertar, a la niña le pareció que en el aire de la mañana, junto a las motas de polvo sorprendidas por un rayo de sol que se colaba a través de las tablillas horizontales de la contraventana de madera, se respiraban un suspense y una esperanza casi sólidos, como si el tiempo se hubiese detenido. Tosió, lo que hizo que su hermano entreabriese somnoliento los ojos y parpadease una o dos veces antes de incorporarse en la cama como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Se levantaron lentamente y se encaminaron con mucho sigilo y sin mediar palabra hacia la puerta del cuarto. En el pasillo permanecieron en silencio todavía un rato más, casi sin aliento. En cuanto les pareció evidente que los adultos aún dormían, abordaron el salón, donde bajo el árbol de Navidad descubrieron un montón de paquetes de muy diversos tamaños y envueltos por todo tipo de papeles de colores. Quedaron hipnotizados, los ojos muy abiertos, en pie, durante un par de minutos, el tiempo que llevó al niño volver en sí, abalanzarse sobre uno de los paquetes más voluminosos y pegar la oreja a uno de sus lados. Se disponía a sacudirlo cuando la niña lo tomó de la muñeca y tiró de él hasta el cuarto de su madre. El niño se sintió volátil, ingrávido, y sonrió agradecido. En la penumbra del cuarto, la madre dormía boca abajo en el sofá cama abierto como un libro, su brazo izquierdo caía pesadamente como una raíz se hunde en la tierra. La niña soltó a su hermano, se acuclilló y recogió el brazo, doblándolo con cuidado y posando la mano junto a la mejilla izquierda de su madre. Se dirigieron al cuarto de los abuelos, donde encontraron a la abuela sentada al borde de la cama, explorando a tientas con los pies el suelo en busca de las pantuflas. Al calzárselas y levantar la vista reparó en las dos figuras infantiles que permanecían expectantes en el umbral de la puerta.
-¿Ya han llegado los Reyes? -susurró mientras se ponía la bata sobre el camisón largo, batir de alas. Los mellizos asintieron con la cabeza perfectamente sincronizados. La abuela sonrió y se dirigió al bulto durmiente que quedaba en la cama.
-Paco, los Reyes –dijo.
La cabeza alargada de un anciano calvo de pelo y bigote blancos brotó de entre las sábanas con esa naturalidad que sólo se encuentra al alcance de ciertas setas comestibles y las cabezas de algunos abuelos.
-¿Y a qué estamos esperando? ¡Vamos que nos vamos! -exclamó con acento andaluz al tiempo que empezaba a dar palmas y a entonar villancicos. Un gran revuelo se desató en el salón en el mismo momento en que la madre se les sumaba frotándose ambos brazos con las manos. Pronto también hicieron acto de presencia el infalible lote de ropa interior, pantalones, suéteres, un microscopio y una videoconsola Atari. Por último, el regalo del padre, de manos de la madre. Sin dudarlo el niño se lanzó sobre el paquete cuadrado y rasgó el papel celeste salpicado de los dibujos de personajes de Lucky Luke, bajo el que descubrió una flamante Olympia Traveller de Luxe, quedando boquiabierto. La abuela lo ayudó con sus pequeñas manos temblorosas a destaparla y enrollar en el carro el primer folio en blanco, sobre el que el niño empezó a escribir con infinito placer, un placer que residía tanto en el fogonazo que producía pulsar con vehemencia cada tecla y disparar así el tipo hacia el folio, donde quedaba milagrosamente estampada cada letra, como en el gesto de accionar la palanca de retorno de carro. Lo que escribió a doble espacio fue un entrañable elenco de nombres que alguien tal vez conserva en algún imaginario museo familiar en el fondo de algún cajón. La niña no movió un dedo, pese a que el trabajado envoltorio de su regalo no podía disimular las curvas de una bicicleta o de una serpiente boa que se hubiese cenado un elefante. Se puso en pie y se acercó con disimulo a una banqueta rectangular de madera, baja, pequeña y vieja, en la que se sentó. La abuela se acercó y le dijo algo al oído. La niña la miró unos segundos, se levantó de un salto y corrió al baño, cerrando de un portazo a su paso.
-¿Qué le has dicho, mamá? -quiso saber la madre.
-Nada, que anoche mientras dormía el rey Baltasar le dio un beso.
Una vez en el baño la niña se plantó frente al espejo con los brazos apoyados en la fría superficie del borde del lavabo, mirando obstinadamente el reflejo de su rostro. Al cabo de media hora, justo en la mejilla izquierda, muy cerca de la aleta de la nariz, se le fue revelando poco a poco la tenue impresión de dos finas líneas paralelas, rosáceas sobre la piel blanca. Una hora después lo vio, lo vio, lo vio.

lunes, 5 de noviembre de 2007

La penúltima sesión

J la espera tranquilo, hojeando el programa del próximo ciclo de la Filmoteca Canaria dedicado a Bollywood. Lo cierto es que no le importaría que se hiciese tarde, poder saltarse el cine e ir directamente a tomar unas cañas, pero B llega apenas unos minutos antes de la hora en que empieza la proyección.
-Somos pareja -asegura a la taquillera para aprovechar el prometido euro de descuento de los lunes, día de la pareja. B sonríe. La sonrisa de B es obstinada y, de algún modo que J no consigue explicarse, redentora.
Mientras suben las escaleras hacia las salas, B le confía que ha sido seleccionada para un programa de cooperación internacional en Senegal, y acompaña sus palabras con una sonrisa, los brazos en alto, los dedos índices y corazón dibujando una V de Victoria. Tiene que alegrarse, y en el fondo se alegra. Y mucho. Por ella. En cuanto a él, aunque suelen quedar apenas una vez al mes, con suerte cada dos semanas, le gusta contar con la posibilidad de llamarla y verse, y luego llamarla y verse, por lo que la noticia de su partida le provoca un temblor.
-¿Cuándo te vas?
-No lo sé todavía.
Muy a su pesar se obliga a disimular la tristeza que empieza a mordisquearle los tobillos, le pregunta, se interesa. B le comenta algunos pormenores de su estancia: el proyecto consiste en la construcción y puesta en marcha de una escuela infantil en una aldea donde hay un rey. El acomodador rompe las entradas por la mitad, entran en la sala en penumbra. La escasa iluminación procedente de pequeñas luces laterales y de la pantalla grande en la que ya se proyecta un tráiler de una película de muertos vivientes que trascurre en Rusia, recorta los contornos de las cabezas de los pocos espectadores que hay dispersos por toda la sala. Se sientan más o menos en el centro, a tres butacas del pasillo. Siguen hablando mientras pasan los tráiler.
-¿Y cuándo te vas?
-¿Otra vez? No sé, pero es seguro que las navidades las pasaré allí.
-Vaya.
Alguien carraspea desde la fila de butacas a sus espaldas. Medio indignados, medio avergonzados, se callan. Se apagan todas las luces, empieza la película. A J le parece una ironía haber deseado pasar de la película hace un momento y ahora experimentar un cierto alivio porque finalmente haya empezado. Dedica los primeros diez minutos de película a preocuparse por B y a tratar de recordar lo que sabe de Senegal de aquella época en que se interesó por una plaza de lector de español en la Universidad de Dakar. Se da cuenta de que no sabe gran cosa. Alguien, probablemente la misma persona de antes, habla solo desde la fila de butacas a sus espaldas. Se miran y sonríen abriendo mucho los ojos. Entonces J recuerda un día, en un cine, hace mucho tiempo: aquel día hubo dos butacas vacías porque el cine había sido una excusa que después no necesitaron. Prefiere no acordarse demasiado y, por primera vez desde los títulos de crédito, presta toda su atención a la película. La película cuenta la serie de acontecimientos que desencadena la fuga de un tigre del zoológico de una ciudad alemana. En cuanto se da parte del suceso la policía se muestra poco predispuesta a andarse con contemplaciones, mientras que los empleados del zoo insisten en la importancia de utilizar unos dardos tranquilizantes, de modo que se asiste a la carrera contrarreloj de unos y otros por darle caza a través de las calles y los parques nevados. Paralelamente se intercala la historia de una pareja de turistas estadounidenses que van en busca del lugar exacto de la ciudad en el que se tomó una fotografía de una mujer en blanco y negro con la que él está obsesionado por oscuros motivos. En una escena en un café ella le pregunta si se trata de su madre, pero por respuesta sólo encuentra una mirada perdida más allá del suelo. Desde el principio parece evidente que ambas historias terminarán cruzándose provocando un desenlace fatal, y se presentan varias ocasiones propicias para ello, lo que hace que inevitablemente las sucesivas conversaciones que mantiene la pareja sobre la fotografía, sobre la crisis que esa fotografía ha destapado, adquieran una mayor relevancia dramática.
El hombre sentado solo a sus espaldas vuelve a decir algo. J tira de la falda de B para llamar su atención, B coge la mano de J un segundo. Ese breve contacto que durante tanto tiempo dio por descontado, se le antoja de pronto precioso, de una rara intensidad.
A medida que la policía y los empleados del zoo estrechan el cerco, la pareja se encuentra cada vez más cerca de la ruptura o de encontrar el lugar que buscan. Inesperadamente la película se acaba, saltan los créditos finales. A pesar de que se encienden todas las luces, deciden esperar hasta que se apaga el proyector. Desconcertados, abandonan la sala. Se sientan en una terraza y piden unas cañas. Al principio charlan con fluidez, pero no tardan en agotarse los temas de Senegal, de la familia, de los amigos y de lo desapacible que está el tiempo a principios de noviembre. Como suele suceder cuando hay algo de lo que no puede hablarse, la conversación languidece hasta que no encuentran más que decirse sin esfuerzo. Piden la cuenta. Al cabo de un rato se levantan y pagan en la barra. J se ofrece para acompañarla a casa, si total le queda de paso. No se cruzan con una sola persona durante su paseo taciturno, cabizbajos, B con los brazos cruzados sobre el vientre, J con las manos en los bolsillos de los vaqueros.
-Al final no hemos dicho nada sobre la película -hace notar B poco antes de alcanzar el portal del edificio donde vive. La inercia de la despedida, que ha estado acechando agazapada a lo largo del camino, aprovecha ese momento para abalanzarse sobre J y B, los ojos relampagueantes en la oscuridad, los chorros tibios a cada zarpazo. B entra en el portal, el portón de madera se cierra de un portazo. J mira a su alrededor con pesadumbre y emprende el trayecto de vuelta a casa. Pronto empieza a aligerar el paso sin dejar de echar vistazos por encima del hombro. Hace los últimos cien metros lisos de calle corriendo. Una vez a salvo en su cuarto siente con una inesperada mezcla de alivio y tristeza que todo ha pasado por fin.

jueves, 1 de noviembre de 2007

Catarsis

Antes de sumergirse en la mar océano, las gafas encajadas en la cabeza, el tubo colgando a un lado como un brazo roto, hablan durante un mínimo de media hora sobre tiburones: blancos, tigres, toros, martillos, marrajos. Evocan paraísos naturales como el Golfo de México, la Gran Barrera de Arrecifes, la Isla de las Focas. Barajan todas las posibilidades de encontronazo, de huida, de ataque. Acto seguido, se zambullen de cabeza en el profundo azul.

jueves, 11 de octubre de 2007

28 meses después

¿Que cómo he llegado aquí? Heredé un bar, así de sencillo. Un buen día recibí una notificación de un abogado de Santa Cruz, Montalbán se llamaba, comunicándome (ya saben, con toda esa retórica que caracteriza a los abogados que no la entiende nadie) que había heredado una propiedad y que me pasara al día siguiente en horario de mañana por su despacho para formalizar el asunto. Pasé buena parte de la noche preguntándome de quién podría haber yo heredado nada, estando como estaban todos mis parientes y amigos vivos y coleando, pero cuando realmente supe que no había nada que hacer, que al menos esa noche no conseguiría conciliar el sueño, fue cuando empecé a fantasear con lo heredado. Primero pensé en todas las cosas que me hubiera gustado heredar, luego en las que a lo mejor no me hubiera gustado tanto, y me dieron las nueve de la mañana dando vueltas en la cama y pensando en lo que hubiera odiado con todas mis fuerzas heredar. Así pasó por mi cabeza la posibilidad de haber heredado cosas como el manuscrito de la última novela de Chuck Palahniuk, todavía inédita, un bar tiki o un babero-smoking para perros como uno que vi en el programa de César Millán, el dominador de perros. Y, lo que son las cosas, en parte atiné. Llegué a las diez al despacho del tal Montalbán, un despacho pequeño y barroco y bastante sombrío, lleno de estanterías abarrotadas de libros hasta el techo. Me llamó la atención que en los anaqueles no sólo tuviese la Constitución y los mamotretos de códigos penales, civiles y demás, sino otros libros, de historia, de filosofía, antiquísimos como el propio Montalbán y su despacho, que parecían a punto de derrumbarse de puro vieho. En cuanto me senté, me soltó que había heredado un bar en una ciudad de Siberia llamada Chitá (Читá, en ruso) y lo primero que pasó como un relámpago por mi mente fue la mona de Tarzán (en blanco y negro, claro), y acto seguido pensé que quizá se estaba quedando conmigo. Al verme boquiabierta añadió que si por supuesto no estaba interesada en la propiedad podía venderla y que por supuesto podía contar con sus servicios para realizar la operación y que por supuesto tenía todo el tiempo del mundo para pensármelo. Continuó diciendo que no podía revelar la identidad del difunto por petición expresa del mismo en el testamento (¿acaso importaba?), y procedió a alcanzarme unos documentos que debía firmar antes de recibir el título de propiedad y las llaves del inmueble. Firmé aún en estado de shock. Casi sin darme cuenta cayó en mis manos una cajita de cartón marrón que contenía una bolsa de plástico transparente sellada que a su vez contenía todo el papeleo legal, una llave y un sobre en cuyo interior a su vez constaba la dirección del bar. Pensé en un juego de muñecas rusas. Le aseguré que debía de tratarse de un error. Montalbán me miró entornando mucho los ojos.
-¿No es usted la señorita O'Hara Peñate?
Asentí con la cabeza.
-Entonces no hay ningún error. Mire, tal y como yo lo veo, si me permite la sugerencia, no está usted en la obligación de hacer nada al respecto, pero el bar es suyo.
Le di las gracias y me levanté. El vieho se disculpó por no poder acompañarme hasta la puerta debido al reúma.
-Enhorabuena, señorita, es usted heredera -le oí decir justo antes de cerrar a mi paso.
Una vez en mi casa saqué la llave de la bolsa y la metí en uno de los bolsillos de la chaqueta que llevaba en ese momento, y de ahí pasó al de una mochila que solía llevar a la playa, y de ahí no sé cómo al bolsillo de un pantalón vaquero, en donde la encontré poco después de la pandemia del virus de la ira en Inglaterra. En ese momento yo ya no sabía qué quería hacer con mi vida y se respiraba un ambiente apocalíptico en todas partes, de modo que la llave me ayudó a tomar una decisión: me lié la manta a la cabeza, abandoné la carrera y mi trabajo de acomodadora, me despedí de mi gente y cogí el primer vuelo a Moscú, y luego el Transiberiano (Транссибирская, en ruso) hasta Chitá. Pasé el primer día en tren con la cara literalmente pegada a la ventana. Es curioso, asocias Siberia con una estepa interminable habitada por líquenes y lemmings enloquecidos que corren al suicidio, y mucho de eso hay, pero también montañas, bosques y lagos. A veces el paisaje siberiano es inquietante y no puedes quitarte de la cabeza la posibilidad de perderte en una inmensidad así, otras sólo te da sueño. Durante el viaje sacaba a menudo la llave y podía pasarme horas mirándola, ensimismada, al principio para evitar mirar a los rusos con pinta de mafioso con los que me cruzaba (todos los rusos me parecían mafiosos), luego por puro gusto. Yo, que nunca había tenido nada, de repente era propietaria de un bar en Siberia. Me parecía genial. Me sorprendía haciendo planes. Quería montar un bar tiki con toda la parafernalia hawaiana, que ha sido mi sueño más recurrente desde que tengo uso de razón (más o menos desde que terminé el bachillerato). Intenté aprovechar el segundo día para seguir explorando el manual de ruso, pero no entendía ni papa y me dediqué a dormitar, a tararear una y otra vez las canciones que llevaba en el mp3, a vagar por el vagón. En la parada de los Urales se terminó de llenar el compartimento en el que viajaba cuando un fulano con cara de asombro y una funda roja de violín en la mano ocupó el asiento frente a mí (en el fondo fue un alivio, como cuando vas en guagua y el único asiento libre es el que está a tu lado y hay gente de pie y todo, y te preguntas si tienes tan mala pinta o hueles mal, y con disimulo acercas la nariz al sobaco). Dejó la funda en el suelo detrás de sus pies, cruzó los brazos y me miró. Me dije que sin duda sería un mafioso. Traté de imaginar el contenido de la funda, aparte del más que probable violín del siglo XVIII: una pipa y una botella de vodka, un fusil desmontable con mira telescópica, una bomba de relojería y una muñeca hinchable, unas gafas y un tubo de buceo, un gato muerto. De madrugada, mientras comía pipas compulsivamente y empezaba a dolerme la barriga, el fulano carraspeó y dijo algo en ruso. Cuando levanté la vista me di cuenta de que el resto de pasajeros del compartimento dormían y por lo tanto era evidente que se dirigía a mí. Creo que empezaba a repetírmelo más pronunciado, como si fuese medio sorda o lerda del todo, cuando le interrumpí en un ruso lamentable haciéndole saber que no dominaba su idioma.
-¿Española?
Le dije que sí, que canaria. Entonces se alegró mucho, tanto que se diría que acababa de reencontrar a una vieja amiga, y me contó que su madre era de Arafo, que ahora vivía en Puerto de la Cruz con su padrastro, ruso como su padre, lo que me confirmaba su pertenencia a algún clan mafioso.
-Antes, cuando te hablé en ruso, quería saber si te habías fijado en ese pasajero -y señaló a un señor con barba que roncaba con la cabeza apoyada en una de las orejeras de uno de los asientos más cercanos a la puerta del compartimento.
Le dije que no especialmente. Miré de nuevo la funda de violín. Un gato muerto, pensé.
-Me he fijado en que no lleva zapatos y me pregunto si no será un extraterrestre.
No pude contener mis ojos, que se abrieron como balcones. Me reí. Le dije encogiéndome de hombros que me parecía poco probable, pero que cosas más raras se habían visto. No sé si me entendió. Aproveché la coyuntura para hacerme la distraída, bajar la vista y posar mi atención en la bolsa de pipas, pero no coló: el fulano volvió a la carga. Quiso saber si seguía las noticias, le respondí que llevaba un par de días desconectada del mundo y me dijo que por lo visto los americanos tenían previsto organizar una repoblación gradual de Inglaterra ahora que la pandemia parecía controlada. Estaba convencido de que acabarían metiendo la pata, como siempre. Le aseguré que en eso estábamos de acuerdo (no se ofendan). Al rato me dormí y tuve pesadillas, supongo que debido al atracón de pipas que me había dado. Soñé que unos ET de dos metros invadían la Tierra y había que refugiarse o escapar, en una de las pesadillas resistíamos durante días en el interior de una granja a cuyo alrededor había una especie de campo magnético verde, en otra huíamos de la presentación del último libro de Chuck Palahniuk en Santa Cruz, yo iba armada con la pata de una silla hasta un ferry que se suponía iba en dirección a Garachico. Odio a ET. El resto del viaje lo pasé más en los pasillos del tren que en el compartimento, donde a esas alturas nos hacinábamos unas nueve personas y una perra llamada Wanda a la que intenté dominar mediante las técnicas de César Millán. Después de un par de horas conseguí que esperase mi señal para coger algo. Antes de que el fulano de la funda roja de violín se bajase en la parada del lago Baikal me recomendó que procurase no volver a quedarme dormida como un tronco si no quería despertarme en Pekín, ya que aquel era en realidad el Transmanchuriano. Llegamos a Chitá poco después (decir poco es un decir). Mientras arrastraba los bártulos por el andén de la estación de Chitá lo miraba todo como una recién nacida, aturdida, a punto de romper a llorar a veinte grados bajo cero. Cogí un taxi y le di al taxista la tarjeta donde constaba la dirección del bar. Pasamos por lo que parecía el centro, donde había una iglesia celeste rematada por unas de esas míticas cúpulas de cebolla doradas. Paró en la esquina de una manzana y me señaló una puerta doble de madera en los bajos de un edificio gris de tres pisos con esa característica vehemencia rusa a la que empezaba a coger cariño. La llave entró, la cerradura giró y por un momento tuve la impresión de que el mundo giraba también en aquella dirección.
A partir de aquí los acontecimientos se precipitan. Pasé la primera noche sobre un colchón que encontré en una especie de almacén polvoriento y que coloqué sobre la mesa de billar de aquel bar fantasma, acurrucada y temblando, temiendo que en cualquier momento se encendiera alguna luz y se oyera un amortiguado rumor de voces, tintineo de copas, música pop de los noventa. Al día siguiente desperté agradecida por seguir con vida y todo lo cuerda que puedo llegar a estar y me puse a investigar el local. Abrí las contraventanas de madera y una luz poderosa lo inundó todo. Sonreí. Me dije que esa misma noche estaría abierto el bar tiki de mis sueños, aunque luego me llevase meses arreglar la calefacción, barnizar de nuevo la barra y las mesas, los bancos, los taburetes, encontrar la parafernalia hawaiana, encargar y colocar sobre la entrada un letrero de neón en el que pudiera leerse Bar Pinomá. Claro que no estuve completamente sola, a los dos o tres meses de estar en Chitá conocí a Mijaíl, Miguelito para mí, un surfero siberiano, que es como decir un torero japonés. No era alto ni rubio, sino más bien bajito y flaco, moreno, de piel blanca. Tampoco era un mafioso, a diferencia de sus paisanos vestía con cierta gracia (es decir, no iba siempre de luto) y tenía una tabla un poco cutre que debía de haber utilizado en una ocasión como mucho. Él me enseñó a brindar con vodka (¡tos, tos, tos!) y, por supuesto, me ayudó con el ruso. Además me confió que en la ciudad mi presencia había generado una gran expectación, lo que sin duda contribuyó a que el bar funcionase desde el principio. Aquel año me lo pasé bomba: las noches parecían no tener fin, vivimos en un estado de depravación permanente y el Bar Pinomá se convirtió en un punto de referencia en Chitá. Incluso aparecimos recomendados en la Guía del Trotamundos, pero luego llegaron los zombis y se acabó la diversión, que es un modo de decir que hubo que cerrar el chiringuito, porque desde luego un apocalipsis zombi tiene su gracia. Ya saben a lo que me refiero: empieza poco a poco, apenas un eco en las noticias, una columna lateral interior de la sección internacional sobre algunos casos aislados de contagio del virus de la ira en un pueblecito normando, luego un especial informativo cuando la pandemia alcanza París, el despliegue militar, el cierre de fronteras, un reguero de pólvora que arrasa Bruselas y Amsterdam (lástima de coffee shops), y quien dice Holanda dice también Alemania, Italia, España, y yo acordándome del fulano del tren y preparándonos para resistir en el Bar Pinomá. A Chitá ni siquiera llegaron los helicópteros y tanques que vimos en el telediario desplegarse como insectos furiosos sobre Moscú. Una mañana oí gritos en la calle y luego un ruido sordo, como de cachetones. Me levanté de la mesa de billar y me encaminé todavía tambaleante, desconcertada, a una de las ventanas. Cuando abrí la contraventana, al otro lado de la calle vi cómo una mujer con la cara ensangrentada perseguía a un tipo que corría en pijama con un periódico en la mano, y lo que pasaba luego, cuando le daba alcance.
-Así que la cosa va de zombis -me dije a media voz.
Cerré y aseguré las contraventanas, apagamos todas las luces y nos mentalizamos. A lo largo del día fue llegando gente: clientes habituales, caras familiares, completos desconocidos. Esa noche contamos quince. No siempre pudimos abrir la puerta, algunos fueron atacados allí mismo justo cuando empezábamos a retirar el armario de refuerzo, y en sus gritos desesperados reconocíamos los nuestros si nos asustábamos y cometíamos el más mínimo error. El día después sólo llegaron dos personas que contaban historias terribles bañadas en unos tragos de vodka que ayudaban a templar su ánimo y el nuestro. El tercer día volvimos a ser quince. Material malo de película de terror, por previsible: dos que habían llegado el primer día por la tarde se emperraron en salir a buscar a su madre o su tía o su mascota. Quise poner en práctica mis conocimientos de las técnicas de César Millán, pero Miguelito me disuadió, de modo que les entreabrimos la puerta, tomaron un trago de vodka y salieron empuñando cada uno una pata de taburete hacia una muerte segura. Supongo que no hace falta decir que no volvieron. En cierto modo les envidié, y fue entonces cuando supe que no tardaría en salir yo misma. Al principio no conseguía pegar ojo, pasábamos la noche en vela oyendo gritos, pasos, golpes, tiros, explosiones. En cuanto se hizo el silencio definitivo otros dos (una pareja de parroquianos, Boris y Anna) quisieron probar suerte, y después de dirigir una mirada cómplice a Miguelito me sumé. Miguelito salió delante de mí. La luz del sol y el aire gélido de la mañana fueron como una bendición. Por supuesto, teníamos un plan improvisado: alcanzar Vladivostok (Владивосток, en ruso) en línea recta y rapidito cruzando un fisco de China, y allí agenciarnos un barco con el que llegar a las costas de Japón (había un plan B, más peregrino si cabe, que consistía en llegar al lago Baikal y buscar el modo de desembarcar en una de sus setenta islas). Caminamos hacia el centro por unas calles que nos costaba reconocer. Aunque todo parecía en calma, podían reconocerse los indicios de la devastación por doquier: una ventana rota, una puerta desencajada de su marco, un coche volcado y sobre todo ni rastro de vida. Cuando estábamos a punto de llegar a la casa de la pareja, donde se suponía que podríamos pillar su coche y salir zumbando de Chitá, empezó a sonar un móvil que nos dejó paralizados en mitad de la calle. Flipé: más material malo de película de terror.
-Ahora es cuando toca correr -me dije en voz alta.
Después de que Boris apagara su móvil y nos explicara que había sido la alarma que tenía programada para recordar tomarse unas pastillas y que extrañamente no había sonado durante nuestra reclusión forzosa en el Bar Pinomá (al que ya empezaba a echar de menos), se hizo un silencio sepulcral (nunca mejor dicho) y empezó a abrirse paso un rumor apagado de riachuelo, de tamtan lúgubre, de manada de ñúes en un documental de National Geographic. Miramos a nuestro alrededor, tropezamos con la cara descompuesta de los otros tres, que no era sino el reflejo de la nuestra, y de repente vimos salir en tromba de la iglesia, a unos doscientos metros, un chorro de zombis desbocados que de inmediato empezaron a correr hacia nosotros, gritando enfurecidos. En la helada y limpia mañana de marzo se podían distinguir bien los ojos inyectados en sangre, las bocas abiertas, hambrientas.
-¡Vamos! -gritó Miguelito, rompiendo el hechizo.
Echamos a correr. Alcanzamos la casa y en la puerta a Boris le temblaban las manos, se le cayeron las llaves al suelo. Estuve a punto de soltar una carcajada, no podía creérmelo. Cuando el zombi que iba en cabeza se encontraba a unos treinta metros mal contados conseguimos entrar dando tumbos. Seguimos a Anna por el pasillo, la cocina con el desayuno servido, intacto, el garaje. Una vez dentro del viejo Lada rojo, el motor se caló mientras la puerta del garaje empezaba a abrirse. No pude reprimir la carcajada por más tiempo y todos me miraron desconcertados. Por suerte el motor arrancó justo cuando empezaban a colarse los zombis. Nos llevamos a unos cuantos por delante.
-Sólo falta que uno se haya quedado enganchado al parachoques trasero -me dije a grito pelado. Eché un vistazo pero nada, sólo el horizonte de zombis que empezaba a quedar atrás. Fue entonces cuando el motor volvió a calarse. Todos volvieron a mirarme, pero así no había manera de soltarse y ni siquiera sonreí. Cortarrollos, pensé. Boris, Miguelito y yo nos bajamos para empujar. El Lada volvió a arrancar justo cuando reaparecían los zombis al final de la calle. Intentando subir al coche en marcha, Boris se torció un tobillo y cayó cuan largo era al suelo. Tuvimos que recogerlo sin mirar atrás, meterlo en el coche y volver a empujar un buen trecho, más o menos hasta que el zombi de cabeza, el mismo plusmarquista de antes, estuvo a punto de darnos alcance.
Después pasó todo lo que tenía que pasar: paramos para aprovisionarnos en una gasolinera de carretera donde unos zombis atacaron a Anna y la convirtieron en una de ellos. Nos vimos obligados a salir pitando con Miguelito al volante. Boris se limitó a echar un largo trago de una de las botellas de vodka que llevábamos con nosotros. Agradecí en silencio que el factor ruso evitase un sentimentalismo que nos habría convertido en protagonistas de una americanada vergonzante (no se ofendan, ya saben a lo que me refiero). Llegamos a la costa del Mar del Japón de noche, apenas unas horas antes de que nos encontraran en aquel embarcadero. Debo reconocer que cuando les vi llegar con sus trajes especiales y sus máscaras antigás y sus linternas cegadoras, no supe si alegrarme o echar a volar en bicicleta. Ahora que se lo he contado todo, ¿podría decirme dónde estamos? ¿Y Miguelito y Boris? Por curiosidad, ¿esa jeringuilla qué contiene? ¿Saben que estudié en el mismo colegio que Juan Carlos Fresnadillo?

miércoles, 3 de octubre de 2007

Material para un sueño

¿Quién? ¿Quién los vio pasar?
El viejo iba detrás de ella, redonda, rotunda, pero se le veía a él primero, gracias en gran medida a su altura, alturísima.
-El viejo era altísimo. Y calvo. Sonreía. Yo los vi pasar.
No todos estaban ciegos aquel mediodía florentino, alguien se cruzó con una pareja de ancianos de camino a Piazzale Michelangelo y creyó verse acompañado en el reflejo de un espejo de tiempo.
Éramos nosotros.

miércoles, 26 de septiembre de 2007

La puerta de la estación

Sucedió en Venecia un domingo de carnaval
en el que una de las puertas abatibles de la zona de tránsito de pasajeros de la estación de Santa Lucia permaneció abierta ininterrumpidamente durante veinticuatro horas
una vida
en virtud de la inercia de miles de personas
cada una
que mantuvo apenas un segundo sin detenerse la puerta de la estación abierta al paso de la corriente

lunes, 17 de septiembre de 2007

Verídico (y 3)

Unos amigos charlan alrededor de la mesa de madera de un bar sobre un rumor que circula por la ciudad acerca de unos acontecimientos que acaecieron supuestamente durante un concierto que un famosísimo grupo de rock mexicano dio en el estadio local.
-Dicen que L vio cómo el mánager zarandeaba al cantante -comenta G.
-Lo que yo he oído es que uno de los seguritas que trabajó allí le contó a un colega mío que después del concierto entraron en el camerino unas niñas de unos quince años, al rato oyeron ruidos y entraron los seguritas, y cuando abrieron la puerta se encontraron con una escena tan chunga que no dudaron en aporrear a los miembros del grupo -asegura JL.
En ese momento llega J y saluda, se sienta, se interesa por el tema de la conversación.
-Creo que lo que pasó fue que después del concierto dieron una fiesta con doscientas putas -interviene en cuanto es puesto al corriente.
-Que no, que no -interrumpe P-. Por lo visto lo que pasó fue que unos doscientos seguritas aporrearon al mánager del grupo delante del cantante, pero hace tiempo, cuando L tenía quince años y había ido al concierto con unas putas.
-De eso nada, lo que pasó fue que doscientas putas de quince años zarandearon a L mientras unos seguritas aporreaban al mánager y al cantante del grupo.
-Yo me lo creo -confiesa C, y, ante la estupefacción general que su declaración ha provocado, aclara: todo, me lo creo todo.

sábado, 11 de agosto de 2007

Carpe diem

Mientras nos desayunamos el pan de ayer, los cruasanes fresquitos que compré esta mañana se ponen todos maníos.

martes, 7 de agosto de 2007

Alegría del incendio

La vida no te prepara para los encuentros fortuitos, inesperados. La vida, con su carga de cotidianeidad, de rutina, te ofrece la mayor parte del tiempo las mismas caras y conversaciones, los mismos gestos, el mismo idéntico hastío. Esto explica algunas cosas, pero sobre todo la vulnerabilidad y el asombro que pueden experimentarse cuando después de un salto alguien te muerde la mejilla, cuando en mitad del incendio te llueven besos. Eso puede pasar. En una situación así uno sólo puede confiarse a la intuición, al instinto de supervivencia.
Y sobrevivir cuando la fiesta se desarrolla por los cauces esperados, se baila, se bebe cerveza, se baja a la playa, se nada hasta el faro, se vuelve como si nada, como una hoja que arrastra la corriente hasta la orilla, y se fuma, se vuelve a la fiesta, se beben cubatas, y de repente después de un salto aparece ella y me muerde la mejilla, y los contornos de cuanto nos rodea se desdibujan, y el ruido queda amortiguado. Durante una hora o un siglo me dejo llevar de su mano a través de esta suspensión anestesiada: bailamos y bajamos a la playa, bebemos cerveza y nadamos, y en el mar parecemos de oro, y en la orilla nos sentamos, nos besamos, nos mentimos, y parece de verdad. Nos despedimos con prisas, esquivando un apego que no hubiéramos agradecido. Una hora o un siglo después me voy sin el hilo invisible de mi mejor truco de magia. Ella se queda sentada de espaldas a la orilla, en pie de guerra y abrazada al azar. Al fin y al cabo el gusto fue sólo nuestro.

viernes, 27 de julio de 2007

Verídico (2)

Una señora encuentra una silla abandonada junto a un contenedor de basura y la rescata. En ese momento mira a su alrededor y tropieza con la mirada, que considera reprobatoria, de algunos viandantes, de modo que empieza a justificarse en voz alta.
-Está como nueva, oigan. Si nadie la quiere, ya la aprovecho yo.
-Diga usted que sí -interviene una señora que se ha parado a su lado y examina con atención el botín-. Si la deja ahí, no tardará en llevársela cualquiera.
-Es que está como nueva, mire.
-Claro, mujer, lo mejor que puede hacer -corean al unísono otras dos señoras que pasean cogidas del brazo.
-¿Y saben lo que les digo? -zanja la señora, silla en mano, mientras el grupito empieza a disgregarse-, que si de camino a casa me canso, pues me siento.

domingo, 24 de junio de 2007

Días de 2001

Habíamos quedado en un 24 horas antes de ir a la playa con la intención de hacer una vaquita y comprar unas cuantas botellas de ron, vasos de plástico, una bolsa de hielo. Era la noche de San Juan. Gloria se abrió paso entre el revuelo de gente precedida por su novio, un tipo amigo de un amigo que nos la presentó. Llevaba un vestido celeste y parecía que acababa de encontrarla abandonada en una gasolinera, los ojos azules enormes, cierto desamparo en la mirada, el pelo lacio, rubio, revuelto. Hablamos y pensé que me había precipitado, que en realidad se trataba de una persona apacible, a ratos muy divertida. En aquellos días de 2001 yo sentía una poderosa e inexplicable atracción por los acentos peninsulares, y su apellido, Sevilla, contribuía en gran medida. Creo que nunca le pregunté de dónde venía, y si lo hice lo he olvidado. Mejor así. La memoria es injusta, falsea los hechos, los convierte en recuerdos. Nos vende, en fin, las postales de nuestra vida. Gloria con su vestido celeste, su mirada triste, y un pie de foto o un texto en el reverso. Este texto. Tal vez aquella noche ni siquiera estaba triste. Ella en cualquier caso no se acordaría.
Lo que sí recuerdo con claridad es que mi vida entonces era un completo desastre. Salía con una loca de atar de la que creía estar enamorado, una relación bastante enfermiza que amenazaba con acabar conmigo. Dormía poco, apenas dos o tres horas. Pasaba el resto del día como un sonámbulo. Si conseguía llegar a clase lo hacía invariablemente tarde, en casa me pegaba al teléfono a esperar su llamada. En ocasiones deseé apagarme. Deseé que en la cara interior de mi antebrazo izquierdo hubiera un pequeño interruptor que al pulsarse apagara mis constantes vitales. Así de sencillo. Ahora me parece bastante ridículo y lamentable, pero en aquel momento era tan real que daba miedo. Por eso en cuanto se me presentó una oportunidad me di a la fuga. Así fue como acabé en Milán con una beca Erasmus en el bolsillo, pero antes pasó un verano entero sin volver a ver a Gloria.
Nos encontramos por casualidad una noche de diciembre, yo había vuelto a la isla apenas una semana antes. Después de haber dejado a mi loca en el portal de su casa, de camino a la mía encontré a Gloria. Reinaba detrás de la barra del único bar que vi abierto en compañía de un gato blanquinegro que dormitaba sobre un taburete alto. Entré sin pensármelo dos veces. Tomé algunas cervezas y ella me dedicó los pocos momentos en que podía darse un respiro. Hablamos, el gato a veces nos echaba un vistazo aburrido y bostezaba. Llegados a un cierto punto le pregunté qué planes tenía para después del cierre, la invité a tomar algo. Me pidió que esperase en la puerta a que terminase de recoger. No tardó mucho, o no recuerdo haberme impacientado. Recuerdo, eso sí, que ya entonces estaba algo achispado, y que me dediqué a hacer planes maestros mediante los que no tenía muy claro qué esperaba obtener.
Me ofreció un casco que sacó del portabultos bajo el asiento, montamos en su moto e hicimos el primer viaje al fin de la noche. Recorrimos dos o tres calles vacías hasta dar con La Mala Vida, donde nos aseguraron que tardarían todavía una hora más en cerrar. Hoy La Mala Vida no existe y es una prueba palpable de que el tiempo pasa, y sobre todo de que tal vez esa noche fue una encrucijada que no supimos resolver.
Nos sentamos al fondo del pasillo largo y estrecho que era aquel bar, en un sofá sobre una suerte de escenario o tarima de madera negra, entre pies de micro y amplificadores. Entonces Gloria me puso un dedo en la boca.
-Shhh, escucha, seguro que todavía se puede escuchar el eco del eco de una canción -me susurró al oído y a continuación empezó a canturrear algo ligeramente conocido, la sintonía de un canal, de un programa o de una serie de televisión.
-¿Cómo puedes acordarte de eso?
-¿No te he dicho que no tengo memoria? Hay años de mi vida que no recuerdo, pero las canciones están ahí y ocupan casi todo el espacio disponible -confesó abriendo mucho los ojos. Nos besamos. A nuestro alrededor se deslizaban sombras, se oían ruidos, alguien que empujaba con mucho esfuerzo un mueble enorme de un lado a otro de una habitación minúscula. De reojo La Mala Vida parecía desdibujarse, estar siendo desmontado pieza a pieza como el decorado de una película cuyo rodaje ha llegado a su fin, y no nos importaba.
Al salir un manotazo frío nos golpeó la cara y nos asedió en vano durante todo el trayecto a mi apartamento. Atravesamos en silencio la ciudad de punta a punta, callados como fugitivos, apenas delatados por el runrún sedante del motor. Recuerdo que me gustaba estar abrazado a su espalda, sentir su respiración, los brazos estrechando su cintura. En algún momento quise pedirle que siguiésemos adelante, que no aparcase. Subimos en el ascensor sin mediar palabra, entramos en el piso de puntillas, furtivos, como si fuera el de otra persona. Algo en el pecho amenazaba con explotar a medida que iba quedando expuesta su piel suave, fresca, blanca como el otoño. Como una promesa, pensé muy a mi pesar.
Amanecía cuando desperté y comprobé que Gloria no estaba a mi lado. Del salón en el ángulo oscuro llegaba el rumor apagado de la televisión encendida. La encontré allí, viendo una película de dibujos animados, acurrucada en el sofá, la cabeza apoyada en las manos. Había reaparecido la mirada triste, el desamparo. Puede que sólo estuviera cansada. Hablamos de irnos a vivir juntos, de tener un elefante a modo de mascota, uno pequeño y amaestrado que nos trajera el periódico a la cama. Teníamos casi veinte años. De la mano volvimos a la cama, y en la penumbra del cuarto nos soltamos, nos perdimos.

sábado, 16 de junio de 2007

Sereno

Hace poco una amiga que está lejos me escribió para hacerme saber entre otras cosas que me imaginaba sereno, sereno, en mi isla. Me gustó esa imagen de mí mismo, el reflejo deseado: empecé a imaginarme sereno en mi isla. Luego empecé a buscarme sereno en mi isla. Fui a la playa cada día, en soledad amena y en compañía, incluso fui a votar en unas elecciones municipales y autonómicas, pero la serenidad no es tan fácil de encontrar, por no hablar de encontrarse a uno mismo. Por no hablar.

martes, 5 de junio de 2007

Verídico (1)

Tres amigos franceses deciden viajar a España en verano. Uno de ellos propone Sevilla, porque allí vive una sevillana con la que coincidió en un instituto de Lyon -ella en calidad de auxiliar de conversación, él como profesor a secas-, y porque ha oído que tiene un color que es especial y que el corazón que a Triana va nunca volverá. Ni cortos ni perezosos, sino más bien todo lo contrario -no olvidemos que son franceses-, se plantan en la capital andaluza, ufanos de sus conocimientos de la lengua de Cervantes, ávidos por ponerlos en práctica, sobre todo para seducir a desprevenidas españolitas. Sin embargo, pronto llegan a la conclusión de que las españolitas están más avisadas de lo que creían, y además demuestran una agilidad innata para darles largas en cuanto detectan los grados de alcohol en sangre por hora a los que son capaces de llegar -no olvidemos, una vez más, que son franceses-. Una mañana, mientras sufren una considerable resaca, apretados en el sofá del salón de la casa de la sevillana, aparece en escena todavía somnoliento el hermano de esta y se apresuran a hacer gala de su correcto español de manual de secundaria preguntándole qué tal está.
-Po..., na'. Aquí 'tamos -se limita a responder el chico, descolocándolos para siempre.

lunes, 28 de mayo de 2007

Surrealista

Si Francia fuera un género literario, sería teatro del absurdo. No en vano, tanto Ionesco como Beckett, los autores más representativos de dicho género, abandonaron su Rumanía y su Irlanda natales para afincarse en París. Ambos están enterrados en Montparnasse. Creo que esta querencia se explica porque sólo en Francia es posible un diálogo imaginado por Beckett. Cabría entonces preguntarse si imaginó alguna vez alguno de sus diálogos o se limitó a transcribir cuanto escuchaba en las calles de París, si bien lo único seguro es que en ningún otro lugar del mundo podía empaparse tanto de absurdo como allí. De hecho, el propio Beckett solía contar que en el juicio contra Prudent, un proxeneta que le había apuñalado en el pecho dejándolo al borde de la muerte, cuando fue interrogado por los motivos que le habían llevado a la agresión, se limitó a responder: Je ne sais pas, Monsieur, je me excuse. Está claro, en el fondo era un buen tipo. Y además muy bien educado. Sólo los franceses son capaces de ser educadamente groseros. Absurdo.
Canarias, en cambio, es puro surrealismo. No en vano, en Tenerife, de hecho, se organizó la primera exposición surrealista de España, a la que acudió el mismísimo Breton. Es evidente que desde entonces el surrealismo ha mantenido un profundo arraigo en Canarias: sólo a través de la escritura automática puede explicarse que CC siga teniendo opciones de gobierno después de todo. Surrealista.

martes, 3 de abril de 2007

Miss Saint-Pol 2007

Bien, ha llegado la primavera incluso a Saint-Pol. La dorada primavera de cielos despejados que altera la sangre, y yo encantado porque al mismo tiempo señala el principio del fin de mi estancia aquí. Y con la primavera, los saint-poloises -léase sempuluá- han inaugurado la estación de los bailes. El sábado pasado fui invitado a uno y por una serie de imperativos no tuve más remedio que asistir. Llegamos los primeros: una profesora del instituto y sus dos hijas pequeñas, la auxiliar irlandesa y yo. Nos recibieron los organizadores del evento, un matrimonio local. Él era el acordeonista de la banda y ella, micrófono en mano, explicaba los bailes. Se apresuraron a hacernos saber que además son padres de tres de nuestros alumnos, unos trillizos de lo más curiosos, dos chicas y un chico.
-No paran de hablar de ti -aseguró ella a continuación con una sonrisita que no supe cómo interpretar.
Mientras la sala se llenaba de gente me dediqué a leer unas cartulinas pegadas en las paredes en las que se ofrecía la lista de precios. Refrescos a dos euros, un vaso de sidra también a dos euros. La botella de sidra a tres euros.
En cuanto hubo suficiente público empezó el concierto con un tema tradicional escocés, al que le siguieron otras composiciones escocesas e irlandesas. Poco después la madre de los trillizos empezó a dar instrucciones. Logré escaquearme del primer baile con la coartada de hacer algunas fotos, pero para el segundo no hubo escapatoria. Los saint-poloises pueden ser muy persuasivos. De entrada, te preguntan si bailas. Si respondes que no, sencillamente te agarran y te lanzan al centro de la pista, donde, dadas las características del baile en cuestión, pasas de brazo en brazo sin apenas darte tiempo a preguntarte qué ha pasado y dónde está tu vaso de plástico lleno de sidra. Además, la música nunca se detiene, sólo cambia, de modo que una vez dentro no puedes salir. No pude evitar acordarme de la canción de Jacques Brel, de cuya letra puedo confirmar que los flamencos, en efecto, bailan sin articular palabra, casi sin sonreír y, por supuesto, siempre sin parar. Me llevó un buen rato asimilar que el baile consistía en dar cuatro pasos hacia delante llevando de la mano a tu pareja, luego otros cuatro pasos hacia delante pero de espaldas, luego cambiabas de lado con tu pareja, luego te acercabas a ella de un saltito, y luego volvías a cambiar de lado, sólo que en esa segunda ocasión en lugar de la persona con quien ya habías recorrido ocho pasos y dado un saltito -lo que en Escocia, según me confirmó la irlandesa, equivale a una declaración de amor eterno-, aparecía otra persona como por arte de magia. Yo, por ejemplo, había empezado a bailar con la madre de los trillizos, seguramente ilusionada ante la perspectiva de dar la vuelta a la tortilla -francesa, por supuesto- y ser ella por una vez la que no parase de hablar de mí -a lo que yo colaboraba con mi poca destreza-, cuando, al cambiar de lado por segunda vez, ¡zas!, aparece cogida a mi mano una abuela de sonrisa conmovedora. Cuando me había hecho al tacto de mi nueva pareja, nuevo cambio de lado y ¡hop!: aparece colgada de mi mano una niña diminuta de unos cinco años, y así sucesivamente hasta haber bailado con medio pueblo. La música, lejos de parecer a punto de terminar, iba in crescendo cuando, de repente, segundo cambio de lado y, en lugar de Madame Moustache, la bigotuda empleada del estanco donde compro El País del domingo cada lunes, ¡bum!, aparece de mi mano una belleza digna de pasear su porte por la pasarela de París. No lo dudé ni un segundo, tenía que ser Miss Saint-Pol 2007. Me dedicó una sonrisa cuando dimos el saltito y por un momento de enajenación mental transitoria quise pasar el resto de mi vida aquí, pero afortunadamente al cabo de un rato la música cesó, y con ella el baile. Adiós Saint-Pol.

miércoles, 7 de marzo de 2007

Hasta la vista

Todo empezó el lunes por la noche. Me disponía a poner un CD cuando, al abrir la portezuela del reproductor, ésta, en una suerte de efecto dominó, dio un empujoncito a mis gafas, que se deslizaron hacia el borde de la mesa y se precipitaron sin remedio, atraídas por la fuerza de la gravedad hasta el suelo, donde se rompió el cristal de su lente derecha con gran estrépito. El CD en cuestión, lo digo por si este dato puede ofrecer alguna pista reveladora a la hora de esclarecer el caso, era la "Sinfonía del Nuevo Mundo" de Dvořák. A primera hora de la mañana siguiente me personé sin falta en la óptica, donde me aseguraron que la reparación no estaría terminada antes de cinco días laborables. La dependienta y yo hicimos juntos la cuenta, a saber: miércoles -y yo me pregunté qué habría sido del martes-, jueves, viernes...
-¿Sábado? -me aventuré, en un arrebato de optimismo.
La dependienta negó con la cabeza y una media sonrisa.
-Pero el lunes me voy a Francia, ¿no podrían darse prisa?
Mientras marcaba un número en el teléfono del mostrador, me preguntó si me iba por una semana o si me iba..., me iba.
-Me voy..., me voy -respondí.
Acto seguido habló con alguien al otro lado de la línea que le confirmó que es un trabajo de cinco días y punto. Al colgar quiso saber si contaba con alguna persona que pudiese recogerlas y mandármelas por correo. Asentí.
-Consuélate, bobito -me dijo-, en Francia esto te saldría por un ojo de la cara. ¿En efectivo o con tarjeta?
-Tarjeta.
-Esta foto te hace mayor -opinó con mi DNI en la mano.
Quise decirle que se debía a que me hice la foto en cuestión con las gafas puestas, las que se rompieron el lunes por la noche, y a que había ido a la óptica con mis viejas gafas, que precisamente por eso me hacen más joven, además de darme un considerable dolor de cabeza y hacerme ver el mundo diferente. De hecho, el lunes espero aterrizar en París y en la estación equivocar el tren y no llegar a Saint-Pol, sino a un pueblo donde no se viva en permanente alerta amarilla y los días de huelga nadie acuda a su puesto de trabajo. A lo mejor aterrizaré en otro país o en otro planeta. Hasta la vista.

miércoles, 21 de febrero de 2007

Un día de huelga

Ayer fue día de huelga en mi instituto, por eso se presentaron más profesores que de costumbre, incluso el que llevaba más de una semana ausente por un catarro. Sí, ya sé que circula el tópico de que Francia es el país con mayor índice de movilizaciones, o paralizaciones, tanto da, en cuanto a reivindicaciones varias se refiere. Al fin y al cabo, mayo del 68 se gestó en París, por no hablar de la Revolución francesa y de esa otra revolución que debemos a los hermanos Lumière. Con esto del cine también son muy suyos. El otro día en clase un alumno me aseguró que Disney es francés. Intenté hacerles ver su error y me miraron como si estuviera loco. De modo que Mickey Mouse es francés, ya lo saben, por no hablar de Shrek y de Picasso, que también dibujaba lo suyo.
En cualquier caso, y para retomar la cuestión palpitante, aún recuerdo un comentario que hizo un auxiliar de conversación ya veterano en la cola de última hora para entregar los impresos de solicitud de plaza.
-Con tanta huelga, al final sólo trabajé un día el año pasado -me dijo para justificar su reincidencia.
Le creí y me dije “esta es la mía”. Y aquí estoy para darme cuenta de que la huelga francesa es más cuantitativa que cualitativa, es decir, importa mantener elevado el porcentaje y que el resto del mundo piense que el carácter del francés es indomable, cuando lo cierto es que no se mueve ni se paraliza nada. Al contrario, los muy japoneses. Con lo bien que queda un país entero en huelga, que es como un día regalado y se disfruta el doble, se desayuna en la cama y se organizan comidas familiares, y se sale a tomar cañas con los amigos o al cine a ver una película francesa de dibujos animados. A mí, por ejemplo, me hubiera gustado ir al cine ayer, pero fue día de huelga y tuve que trabajar como el que más. C’est la vie.

viernes, 9 de febrero de 2007

Asincronía

El problema es que vivimos asincronizados. A, por ejemplo, compra seis litros de agua cada lunes, que carga religiosamente a pie el medio kilómetro que separa el hipermercado de su casa, pero A es joven y fuerte. Sin embargo, B hace lo mismo, es decir, compra sus seis litros de agua semanales, sólo que de una marca más barata -ya que para B el agua es insípida, además de incolora e inodora-, cada martes o miércoles y en coche. A y B viven en el mismo edificio, de hecho B ha visto en más de una ocasión a A cargar religiosamente sus seis litros de agua, a veces bajo la lluvia, a veces incluso contra viento y marea -el Paseo Marítimo no queda lejos-. Incluso en ocasiones A acompaña a B al hipermercado un martes o un miércoles, en función de sus horas muertas, ya que a A le gusta que B le deje elegir la emisora de la radio los diez minutos, cinco ida y cinco vuelta, que dura el trayecto. ¿Qué impide a A y a B ponerse de acuerdo? A responderá sorprendida que porque se queda sin agua invariablemente el domingo por la noche. B replicará que las cosas son como son y no hay más vueltas que darle. Ni ellos mismos lo saben: están asincronizados, como cuando la canción que escuchas dura un segundo más que la hora que marca el reloj o la foto sale movida. Así nos va.

jueves, 1 de febrero de 2007

Zona catastrófica

Yo ya lo sospechaba, pero sólo he podido confirmarlo cuando han decretado la segunda alerta naranja este mes: Saint-Pol es zona catastrófica, o, por lo menos, zona propensa a la catástrofe. Para los que todavía no sepan de qué va una alerta naranja, es la que se encuentra entre la amarilla y la roja (¿dos amarillas serán una roja?). La primera alerta naranja la provocó el Kyril y sus ventoleras huracanadas de hasta cien kilómetros por hora. Qué tío el Kyril. La segunda, las intensas nevadas. Imagino que decretarán alerta roja cuando Godzilla arrase el centro de este pueblo. Pero eso no es lo peor, no. Lo más inquietante, por lo que he podido averiguar, es que vivimos cotidianamente en alerta amarilla. Nunca se sabe.

sábado, 27 de enero de 2007

A pierna suelta

He descubierto que si durante el sueño se me destapa una pierna, o, como mínimo, un pie, al cabo de un rato me despierta invariablemente un incipiente dolor en la garganta, de lo que he deducido que el cuerpo humano es una suerte de sistema en serie, como las bombillitas navideñas que, todas juntas, dibujan, por ejemplo, un Papá Noel colgado. En cualquier caso, yo preferiría que el cuerpo humano fuera menos en serie y más en serio, o en paralelo, como los grupos de gobierno, a excepción de los de los ayuntamientos de Marbella y Telde, que han salido en serie, vete tú a saber por qué. Así, a la hora de dormir a pierna suelta, literalmente, claro, se sufrirían esguinces o roturas de ligamentos, que siempre resultan más vistosas al tratarse de lesiones dignas de futbolistas, no como el dichoso reflujo gástrico, que acaba provocándote una amigdalitis de Tarzán de cuidado, como si una cosa tuviera que ver con otra mas allá de las dichosas bombillitas de unas fiestas de las que lo mejor que puede decirse es que las hemos sobrevivido. En serio.