lunes, 24 de diciembre de 2007

Noche de Reyes

Era la hora de irse a la cama, ese momento algo alborotado después del baño y la cena en que había que darse prisa por una vez porque dormir era la forma más rápida de que llegara la mañana siguiente y la casa de los abuelos amaneciera llena de regalos. Y sin embargo no resultaba tarea fácil conciliar el sueño. Era la noche de Reyes.
A medida que la casa iba quedando a oscuras y en silencio, apenas iluminada por la luces azules que titilaban en el salón entre las ramas del árbol de Navidad, se abría paso a través del pasillo y las habitaciones un murmullo sutil, tan sutil que un oído poco inquieto lo habría tomado por el runrún monótono del motor de la nevera. Hubiera sido preciso abrir la puerta del cuarto contiguo al de los abuelos y entrar con gran sigilo para dar con el origen del murmullo, allí donde dos hermanos mellizos, arropados por sábanas y edredón en camas separadas, confabulaban en voz muy baja sin dejar de mirarse fijamente a través de la penumbra con más fe que provecho.
-¿Crees que me pondrán la máquina de escribir? -preguntó el niño.
-Claro.
-Me gustaría.
-A mí me gustaría que me pusieran algo que no puse en la carta a los Reyes.
-¿El qué?
-Si me lo ponen, te enterarás -sentenció la niña con mucho misterio.
A continuación murmuraron un plan para sorprender a los Reyes en cuanto el primer camello hubiese posado una pata en el alféizar de la ventana del salón, pues habían llegado a la conclusión de que ese era precisamente el único lugar posible por el que unos reyes magos entrarían en la casa, cargados de regalos, una vez descartadas la puerta principal, por ser demasiado evidente, las ventanas de los cuartos y la pequeña chimenea de la cocina.
-Si lo piensas, nunca han aparecido regalos ni en el cuarto de los abuelos ni en el de mamá ni en el nuestro -observó la niña.
-¿Y qué me dices de la chimenea de la cocina?
-Es demasiado estrecha, no como las de las películas americanas -se quedó callada un momento, pensativa, y dijo: Además, los Reyes tampoco son americanos, me lo dijo mamá.
-Es verdad -convino el niño.
Así fueron quedándose poco a poco dormidos. La noche pasó en un cerrar y abrir de ojos, nunca mejor dicho. Al despertar, a la niña le pareció que en el aire de la mañana, junto a las motas de polvo sorprendidas por un rayo de sol que se colaba a través de las tablillas horizontales de la contraventana de madera, se respiraban un suspense y una esperanza casi sólidos, como si el tiempo se hubiese detenido. Tosió, lo que hizo que su hermano entreabriese somnoliento los ojos y parpadease una o dos veces antes de incorporarse en la cama como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Se levantaron lentamente y se encaminaron con mucho sigilo y sin mediar palabra hacia la puerta del cuarto. En el pasillo permanecieron en silencio todavía un rato más, casi sin aliento. En cuanto les pareció evidente que los adultos aún dormían, abordaron el salón, donde bajo el árbol de Navidad descubrieron un montón de paquetes de muy diversos tamaños y envueltos por todo tipo de papeles de colores. Quedaron hipnotizados, los ojos muy abiertos, en pie, durante un par de minutos, el tiempo que llevó al niño volver en sí, abalanzarse sobre uno de los paquetes más voluminosos y pegar la oreja a uno de sus lados. Se disponía a sacudirlo cuando la niña lo tomó de la muñeca y tiró de él hasta el cuarto de su madre. El niño se sintió volátil, ingrávido, y sonrió agradecido. En la penumbra del cuarto, la madre dormía boca abajo en el sofá cama abierto como un libro, su brazo izquierdo caía pesadamente como una raíz se hunde en la tierra. La niña soltó a su hermano, se acuclilló y recogió el brazo, doblándolo con cuidado y posando la mano junto a la mejilla izquierda de su madre. Se dirigieron al cuarto de los abuelos, donde encontraron a la abuela sentada al borde de la cama, explorando a tientas con los pies el suelo en busca de las pantuflas. Al calzárselas y levantar la vista reparó en las dos figuras infantiles que permanecían expectantes en el umbral de la puerta.
-¿Ya han llegado los Reyes? -susurró mientras se ponía la bata sobre el camisón largo, batir de alas. Los mellizos asintieron con la cabeza perfectamente sincronizados. La abuela sonrió y se dirigió al bulto durmiente que quedaba en la cama.
-Paco, los Reyes –dijo.
La cabeza alargada de un anciano calvo de pelo y bigote blancos brotó de entre las sábanas con esa naturalidad que sólo se encuentra al alcance de ciertas setas comestibles y las cabezas de algunos abuelos.
-¿Y a qué estamos esperando? ¡Vamos que nos vamos! -exclamó con acento andaluz al tiempo que empezaba a dar palmas y a entonar villancicos. Un gran revuelo se desató en el salón en el mismo momento en que la madre se les sumaba frotándose ambos brazos con las manos. Pronto también hicieron acto de presencia el infalible lote de ropa interior, pantalones, suéteres, un microscopio y una videoconsola Atari. Por último, el regalo del padre, de manos de la madre. Sin dudarlo el niño se lanzó sobre el paquete cuadrado y rasgó el papel celeste salpicado de los dibujos de personajes de Lucky Luke, bajo el que descubrió una flamante Olympia Traveller de Luxe, quedando boquiabierto. La abuela lo ayudó con sus pequeñas manos temblorosas a destaparla y enrollar en el carro el primer folio en blanco, sobre el que el niño empezó a escribir con infinito placer, un placer que residía tanto en el fogonazo que producía pulsar con vehemencia cada tecla y disparar así el tipo hacia el folio, donde quedaba milagrosamente estampada cada letra, como en el gesto de accionar la palanca de retorno de carro. Lo que escribió a doble espacio fue un entrañable elenco de nombres que alguien tal vez conserva en algún imaginario museo familiar en el fondo de algún cajón. La niña no movió un dedo, pese a que el trabajado envoltorio de su regalo no podía disimular las curvas de una bicicleta o de una serpiente boa que se hubiese cenado un elefante. Se puso en pie y se acercó con disimulo a una banqueta rectangular de madera, baja, pequeña y vieja, en la que se sentó. La abuela se acercó y le dijo algo al oído. La niña la miró unos segundos, se levantó de un salto y corrió al baño, cerrando de un portazo a su paso.
-¿Qué le has dicho, mamá? -quiso saber la madre.
-Nada, que anoche mientras dormía el rey Baltasar le dio un beso.
Una vez en el baño la niña se plantó frente al espejo con los brazos apoyados en la fría superficie del borde del lavabo, mirando obstinadamente el reflejo de su rostro. Al cabo de media hora, justo en la mejilla izquierda, muy cerca de la aleta de la nariz, se le fue revelando poco a poco la tenue impresión de dos finas líneas paralelas, rosáceas sobre la piel blanca. Una hora después lo vio, lo vio, lo vio.