lunes, 5 de noviembre de 2007

La penúltima sesión

J la espera tranquilo, hojeando el programa del próximo ciclo de la Filmoteca Canaria dedicado a Bollywood. Lo cierto es que no le importaría que se hiciese tarde, poder saltarse el cine e ir directamente a tomar unas cañas, pero B llega apenas unos minutos antes de la hora en que empieza la proyección.
-Somos pareja -asegura a la taquillera para aprovechar el prometido euro de descuento de los lunes, día de la pareja. B sonríe. La sonrisa de B es obstinada y, de algún modo que J no consigue explicarse, redentora.
Mientras suben las escaleras hacia las salas, B le confía que ha sido seleccionada para un programa de cooperación internacional en Senegal, y acompaña sus palabras con una sonrisa, los brazos en alto, los dedos índices y corazón dibujando una V de Victoria. Tiene que alegrarse, y en el fondo se alegra. Y mucho. Por ella. En cuanto a él, aunque suelen quedar apenas una vez al mes, con suerte cada dos semanas, le gusta contar con la posibilidad de llamarla y verse, y luego llamarla y verse, por lo que la noticia de su partida le provoca un temblor.
-¿Cuándo te vas?
-No lo sé todavía.
Muy a su pesar se obliga a disimular la tristeza que empieza a mordisquearle los tobillos, le pregunta, se interesa. B le comenta algunos pormenores de su estancia: el proyecto consiste en la construcción y puesta en marcha de una escuela infantil en una aldea donde hay un rey. El acomodador rompe las entradas por la mitad, entran en la sala en penumbra. La escasa iluminación procedente de pequeñas luces laterales y de la pantalla grande en la que ya se proyecta un tráiler de una película de muertos vivientes que trascurre en Rusia, recorta los contornos de las cabezas de los pocos espectadores que hay dispersos por toda la sala. Se sientan más o menos en el centro, a tres butacas del pasillo. Siguen hablando mientras pasan los tráiler.
-¿Y cuándo te vas?
-¿Otra vez? No sé, pero es seguro que las navidades las pasaré allí.
-Vaya.
Alguien carraspea desde la fila de butacas a sus espaldas. Medio indignados, medio avergonzados, se callan. Se apagan todas las luces, empieza la película. A J le parece una ironía haber deseado pasar de la película hace un momento y ahora experimentar un cierto alivio porque finalmente haya empezado. Dedica los primeros diez minutos de película a preocuparse por B y a tratar de recordar lo que sabe de Senegal de aquella época en que se interesó por una plaza de lector de español en la Universidad de Dakar. Se da cuenta de que no sabe gran cosa. Alguien, probablemente la misma persona de antes, habla solo desde la fila de butacas a sus espaldas. Se miran y sonríen abriendo mucho los ojos. Entonces J recuerda un día, en un cine, hace mucho tiempo: aquel día hubo dos butacas vacías porque el cine había sido una excusa que después no necesitaron. Prefiere no acordarse demasiado y, por primera vez desde los títulos de crédito, presta toda su atención a la película. La película cuenta la serie de acontecimientos que desencadena la fuga de un tigre del zoológico de una ciudad alemana. En cuanto se da parte del suceso la policía se muestra poco predispuesta a andarse con contemplaciones, mientras que los empleados del zoo insisten en la importancia de utilizar unos dardos tranquilizantes, de modo que se asiste a la carrera contrarreloj de unos y otros por darle caza a través de las calles y los parques nevados. Paralelamente se intercala la historia de una pareja de turistas estadounidenses que van en busca del lugar exacto de la ciudad en el que se tomó una fotografía de una mujer en blanco y negro con la que él está obsesionado por oscuros motivos. En una escena en un café ella le pregunta si se trata de su madre, pero por respuesta sólo encuentra una mirada perdida más allá del suelo. Desde el principio parece evidente que ambas historias terminarán cruzándose provocando un desenlace fatal, y se presentan varias ocasiones propicias para ello, lo que hace que inevitablemente las sucesivas conversaciones que mantiene la pareja sobre la fotografía, sobre la crisis que esa fotografía ha destapado, adquieran una mayor relevancia dramática.
El hombre sentado solo a sus espaldas vuelve a decir algo. J tira de la falda de B para llamar su atención, B coge la mano de J un segundo. Ese breve contacto que durante tanto tiempo dio por descontado, se le antoja de pronto precioso, de una rara intensidad.
A medida que la policía y los empleados del zoo estrechan el cerco, la pareja se encuentra cada vez más cerca de la ruptura o de encontrar el lugar que buscan. Inesperadamente la película se acaba, saltan los créditos finales. A pesar de que se encienden todas las luces, deciden esperar hasta que se apaga el proyector. Desconcertados, abandonan la sala. Se sientan en una terraza y piden unas cañas. Al principio charlan con fluidez, pero no tardan en agotarse los temas de Senegal, de la familia, de los amigos y de lo desapacible que está el tiempo a principios de noviembre. Como suele suceder cuando hay algo de lo que no puede hablarse, la conversación languidece hasta que no encuentran más que decirse sin esfuerzo. Piden la cuenta. Al cabo de un rato se levantan y pagan en la barra. J se ofrece para acompañarla a casa, si total le queda de paso. No se cruzan con una sola persona durante su paseo taciturno, cabizbajos, B con los brazos cruzados sobre el vientre, J con las manos en los bolsillos de los vaqueros.
-Al final no hemos dicho nada sobre la película -hace notar B poco antes de alcanzar el portal del edificio donde vive. La inercia de la despedida, que ha estado acechando agazapada a lo largo del camino, aprovecha ese momento para abalanzarse sobre J y B, los ojos relampagueantes en la oscuridad, los chorros tibios a cada zarpazo. B entra en el portal, el portón de madera se cierra de un portazo. J mira a su alrededor con pesadumbre y emprende el trayecto de vuelta a casa. Pronto empieza a aligerar el paso sin dejar de echar vistazos por encima del hombro. Hace los últimos cien metros lisos de calle corriendo. Una vez a salvo en su cuarto siente con una inesperada mezcla de alivio y tristeza que todo ha pasado por fin.

jueves, 1 de noviembre de 2007

Catarsis

Antes de sumergirse en la mar océano, las gafas encajadas en la cabeza, el tubo colgando a un lado como un brazo roto, hablan durante un mínimo de media hora sobre tiburones: blancos, tigres, toros, martillos, marrajos. Evocan paraísos naturales como el Golfo de México, la Gran Barrera de Arrecifes, la Isla de las Focas. Barajan todas las posibilidades de encontronazo, de huida, de ataque. Acto seguido, se zambullen de cabeza en el profundo azul.