jueves, 11 de octubre de 2007

28 meses después

¿Que cómo he llegado aquí? Heredé un bar, así de sencillo. Un buen día recibí una notificación de un abogado de Santa Cruz, Montalbán se llamaba, comunicándome (ya saben, con toda esa retórica que caracteriza a los abogados que no la entiende nadie) que había heredado una propiedad y que me pasara al día siguiente en horario de mañana por su despacho para formalizar el asunto. Pasé buena parte de la noche preguntándome de quién podría haber yo heredado nada, estando como estaban todos mis parientes y amigos vivos y coleando, pero cuando realmente supe que no había nada que hacer, que al menos esa noche no conseguiría conciliar el sueño, fue cuando empecé a fantasear con lo heredado. Primero pensé en todas las cosas que me hubiera gustado heredar, luego en las que a lo mejor no me hubiera gustado tanto, y me dieron las nueve de la mañana dando vueltas en la cama y pensando en lo que hubiera odiado con todas mis fuerzas heredar. Así pasó por mi cabeza la posibilidad de haber heredado cosas como el manuscrito de la última novela de Chuck Palahniuk, todavía inédita, un bar tiki o un babero-smoking para perros como uno que vi en el programa de César Millán, el dominador de perros. Y, lo que son las cosas, en parte atiné. Llegué a las diez al despacho del tal Montalbán, un despacho pequeño y barroco y bastante sombrío, lleno de estanterías abarrotadas de libros hasta el techo. Me llamó la atención que en los anaqueles no sólo tuviese la Constitución y los mamotretos de códigos penales, civiles y demás, sino otros libros, de historia, de filosofía, antiquísimos como el propio Montalbán y su despacho, que parecían a punto de derrumbarse de puro vieho. En cuanto me senté, me soltó que había heredado un bar en una ciudad de Siberia llamada Chitá (Читá, en ruso) y lo primero que pasó como un relámpago por mi mente fue la mona de Tarzán (en blanco y negro, claro), y acto seguido pensé que quizá se estaba quedando conmigo. Al verme boquiabierta añadió que si por supuesto no estaba interesada en la propiedad podía venderla y que por supuesto podía contar con sus servicios para realizar la operación y que por supuesto tenía todo el tiempo del mundo para pensármelo. Continuó diciendo que no podía revelar la identidad del difunto por petición expresa del mismo en el testamento (¿acaso importaba?), y procedió a alcanzarme unos documentos que debía firmar antes de recibir el título de propiedad y las llaves del inmueble. Firmé aún en estado de shock. Casi sin darme cuenta cayó en mis manos una cajita de cartón marrón que contenía una bolsa de plástico transparente sellada que a su vez contenía todo el papeleo legal, una llave y un sobre en cuyo interior a su vez constaba la dirección del bar. Pensé en un juego de muñecas rusas. Le aseguré que debía de tratarse de un error. Montalbán me miró entornando mucho los ojos.
-¿No es usted la señorita O'Hara Peñate?
Asentí con la cabeza.
-Entonces no hay ningún error. Mire, tal y como yo lo veo, si me permite la sugerencia, no está usted en la obligación de hacer nada al respecto, pero el bar es suyo.
Le di las gracias y me levanté. El vieho se disculpó por no poder acompañarme hasta la puerta debido al reúma.
-Enhorabuena, señorita, es usted heredera -le oí decir justo antes de cerrar a mi paso.
Una vez en mi casa saqué la llave de la bolsa y la metí en uno de los bolsillos de la chaqueta que llevaba en ese momento, y de ahí pasó al de una mochila que solía llevar a la playa, y de ahí no sé cómo al bolsillo de un pantalón vaquero, en donde la encontré poco después de la pandemia del virus de la ira en Inglaterra. En ese momento yo ya no sabía qué quería hacer con mi vida y se respiraba un ambiente apocalíptico en todas partes, de modo que la llave me ayudó a tomar una decisión: me lié la manta a la cabeza, abandoné la carrera y mi trabajo de acomodadora, me despedí de mi gente y cogí el primer vuelo a Moscú, y luego el Transiberiano (Транссибирская, en ruso) hasta Chitá. Pasé el primer día en tren con la cara literalmente pegada a la ventana. Es curioso, asocias Siberia con una estepa interminable habitada por líquenes y lemmings enloquecidos que corren al suicidio, y mucho de eso hay, pero también montañas, bosques y lagos. A veces el paisaje siberiano es inquietante y no puedes quitarte de la cabeza la posibilidad de perderte en una inmensidad así, otras sólo te da sueño. Durante el viaje sacaba a menudo la llave y podía pasarme horas mirándola, ensimismada, al principio para evitar mirar a los rusos con pinta de mafioso con los que me cruzaba (todos los rusos me parecían mafiosos), luego por puro gusto. Yo, que nunca había tenido nada, de repente era propietaria de un bar en Siberia. Me parecía genial. Me sorprendía haciendo planes. Quería montar un bar tiki con toda la parafernalia hawaiana, que ha sido mi sueño más recurrente desde que tengo uso de razón (más o menos desde que terminé el bachillerato). Intenté aprovechar el segundo día para seguir explorando el manual de ruso, pero no entendía ni papa y me dediqué a dormitar, a tararear una y otra vez las canciones que llevaba en el mp3, a vagar por el vagón. En la parada de los Urales se terminó de llenar el compartimento en el que viajaba cuando un fulano con cara de asombro y una funda roja de violín en la mano ocupó el asiento frente a mí (en el fondo fue un alivio, como cuando vas en guagua y el único asiento libre es el que está a tu lado y hay gente de pie y todo, y te preguntas si tienes tan mala pinta o hueles mal, y con disimulo acercas la nariz al sobaco). Dejó la funda en el suelo detrás de sus pies, cruzó los brazos y me miró. Me dije que sin duda sería un mafioso. Traté de imaginar el contenido de la funda, aparte del más que probable violín del siglo XVIII: una pipa y una botella de vodka, un fusil desmontable con mira telescópica, una bomba de relojería y una muñeca hinchable, unas gafas y un tubo de buceo, un gato muerto. De madrugada, mientras comía pipas compulsivamente y empezaba a dolerme la barriga, el fulano carraspeó y dijo algo en ruso. Cuando levanté la vista me di cuenta de que el resto de pasajeros del compartimento dormían y por lo tanto era evidente que se dirigía a mí. Creo que empezaba a repetírmelo más pronunciado, como si fuese medio sorda o lerda del todo, cuando le interrumpí en un ruso lamentable haciéndole saber que no dominaba su idioma.
-¿Española?
Le dije que sí, que canaria. Entonces se alegró mucho, tanto que se diría que acababa de reencontrar a una vieja amiga, y me contó que su madre era de Arafo, que ahora vivía en Puerto de la Cruz con su padrastro, ruso como su padre, lo que me confirmaba su pertenencia a algún clan mafioso.
-Antes, cuando te hablé en ruso, quería saber si te habías fijado en ese pasajero -y señaló a un señor con barba que roncaba con la cabeza apoyada en una de las orejeras de uno de los asientos más cercanos a la puerta del compartimento.
Le dije que no especialmente. Miré de nuevo la funda de violín. Un gato muerto, pensé.
-Me he fijado en que no lleva zapatos y me pregunto si no será un extraterrestre.
No pude contener mis ojos, que se abrieron como balcones. Me reí. Le dije encogiéndome de hombros que me parecía poco probable, pero que cosas más raras se habían visto. No sé si me entendió. Aproveché la coyuntura para hacerme la distraída, bajar la vista y posar mi atención en la bolsa de pipas, pero no coló: el fulano volvió a la carga. Quiso saber si seguía las noticias, le respondí que llevaba un par de días desconectada del mundo y me dijo que por lo visto los americanos tenían previsto organizar una repoblación gradual de Inglaterra ahora que la pandemia parecía controlada. Estaba convencido de que acabarían metiendo la pata, como siempre. Le aseguré que en eso estábamos de acuerdo (no se ofendan). Al rato me dormí y tuve pesadillas, supongo que debido al atracón de pipas que me había dado. Soñé que unos ET de dos metros invadían la Tierra y había que refugiarse o escapar, en una de las pesadillas resistíamos durante días en el interior de una granja a cuyo alrededor había una especie de campo magnético verde, en otra huíamos de la presentación del último libro de Chuck Palahniuk en Santa Cruz, yo iba armada con la pata de una silla hasta un ferry que se suponía iba en dirección a Garachico. Odio a ET. El resto del viaje lo pasé más en los pasillos del tren que en el compartimento, donde a esas alturas nos hacinábamos unas nueve personas y una perra llamada Wanda a la que intenté dominar mediante las técnicas de César Millán. Después de un par de horas conseguí que esperase mi señal para coger algo. Antes de que el fulano de la funda roja de violín se bajase en la parada del lago Baikal me recomendó que procurase no volver a quedarme dormida como un tronco si no quería despertarme en Pekín, ya que aquel era en realidad el Transmanchuriano. Llegamos a Chitá poco después (decir poco es un decir). Mientras arrastraba los bártulos por el andén de la estación de Chitá lo miraba todo como una recién nacida, aturdida, a punto de romper a llorar a veinte grados bajo cero. Cogí un taxi y le di al taxista la tarjeta donde constaba la dirección del bar. Pasamos por lo que parecía el centro, donde había una iglesia celeste rematada por unas de esas míticas cúpulas de cebolla doradas. Paró en la esquina de una manzana y me señaló una puerta doble de madera en los bajos de un edificio gris de tres pisos con esa característica vehemencia rusa a la que empezaba a coger cariño. La llave entró, la cerradura giró y por un momento tuve la impresión de que el mundo giraba también en aquella dirección.
A partir de aquí los acontecimientos se precipitan. Pasé la primera noche sobre un colchón que encontré en una especie de almacén polvoriento y que coloqué sobre la mesa de billar de aquel bar fantasma, acurrucada y temblando, temiendo que en cualquier momento se encendiera alguna luz y se oyera un amortiguado rumor de voces, tintineo de copas, música pop de los noventa. Al día siguiente desperté agradecida por seguir con vida y todo lo cuerda que puedo llegar a estar y me puse a investigar el local. Abrí las contraventanas de madera y una luz poderosa lo inundó todo. Sonreí. Me dije que esa misma noche estaría abierto el bar tiki de mis sueños, aunque luego me llevase meses arreglar la calefacción, barnizar de nuevo la barra y las mesas, los bancos, los taburetes, encontrar la parafernalia hawaiana, encargar y colocar sobre la entrada un letrero de neón en el que pudiera leerse Bar Pinomá. Claro que no estuve completamente sola, a los dos o tres meses de estar en Chitá conocí a Mijaíl, Miguelito para mí, un surfero siberiano, que es como decir un torero japonés. No era alto ni rubio, sino más bien bajito y flaco, moreno, de piel blanca. Tampoco era un mafioso, a diferencia de sus paisanos vestía con cierta gracia (es decir, no iba siempre de luto) y tenía una tabla un poco cutre que debía de haber utilizado en una ocasión como mucho. Él me enseñó a brindar con vodka (¡tos, tos, tos!) y, por supuesto, me ayudó con el ruso. Además me confió que en la ciudad mi presencia había generado una gran expectación, lo que sin duda contribuyó a que el bar funcionase desde el principio. Aquel año me lo pasé bomba: las noches parecían no tener fin, vivimos en un estado de depravación permanente y el Bar Pinomá se convirtió en un punto de referencia en Chitá. Incluso aparecimos recomendados en la Guía del Trotamundos, pero luego llegaron los zombis y se acabó la diversión, que es un modo de decir que hubo que cerrar el chiringuito, porque desde luego un apocalipsis zombi tiene su gracia. Ya saben a lo que me refiero: empieza poco a poco, apenas un eco en las noticias, una columna lateral interior de la sección internacional sobre algunos casos aislados de contagio del virus de la ira en un pueblecito normando, luego un especial informativo cuando la pandemia alcanza París, el despliegue militar, el cierre de fronteras, un reguero de pólvora que arrasa Bruselas y Amsterdam (lástima de coffee shops), y quien dice Holanda dice también Alemania, Italia, España, y yo acordándome del fulano del tren y preparándonos para resistir en el Bar Pinomá. A Chitá ni siquiera llegaron los helicópteros y tanques que vimos en el telediario desplegarse como insectos furiosos sobre Moscú. Una mañana oí gritos en la calle y luego un ruido sordo, como de cachetones. Me levanté de la mesa de billar y me encaminé todavía tambaleante, desconcertada, a una de las ventanas. Cuando abrí la contraventana, al otro lado de la calle vi cómo una mujer con la cara ensangrentada perseguía a un tipo que corría en pijama con un periódico en la mano, y lo que pasaba luego, cuando le daba alcance.
-Así que la cosa va de zombis -me dije a media voz.
Cerré y aseguré las contraventanas, apagamos todas las luces y nos mentalizamos. A lo largo del día fue llegando gente: clientes habituales, caras familiares, completos desconocidos. Esa noche contamos quince. No siempre pudimos abrir la puerta, algunos fueron atacados allí mismo justo cuando empezábamos a retirar el armario de refuerzo, y en sus gritos desesperados reconocíamos los nuestros si nos asustábamos y cometíamos el más mínimo error. El día después sólo llegaron dos personas que contaban historias terribles bañadas en unos tragos de vodka que ayudaban a templar su ánimo y el nuestro. El tercer día volvimos a ser quince. Material malo de película de terror, por previsible: dos que habían llegado el primer día por la tarde se emperraron en salir a buscar a su madre o su tía o su mascota. Quise poner en práctica mis conocimientos de las técnicas de César Millán, pero Miguelito me disuadió, de modo que les entreabrimos la puerta, tomaron un trago de vodka y salieron empuñando cada uno una pata de taburete hacia una muerte segura. Supongo que no hace falta decir que no volvieron. En cierto modo les envidié, y fue entonces cuando supe que no tardaría en salir yo misma. Al principio no conseguía pegar ojo, pasábamos la noche en vela oyendo gritos, pasos, golpes, tiros, explosiones. En cuanto se hizo el silencio definitivo otros dos (una pareja de parroquianos, Boris y Anna) quisieron probar suerte, y después de dirigir una mirada cómplice a Miguelito me sumé. Miguelito salió delante de mí. La luz del sol y el aire gélido de la mañana fueron como una bendición. Por supuesto, teníamos un plan improvisado: alcanzar Vladivostok (Владивосток, en ruso) en línea recta y rapidito cruzando un fisco de China, y allí agenciarnos un barco con el que llegar a las costas de Japón (había un plan B, más peregrino si cabe, que consistía en llegar al lago Baikal y buscar el modo de desembarcar en una de sus setenta islas). Caminamos hacia el centro por unas calles que nos costaba reconocer. Aunque todo parecía en calma, podían reconocerse los indicios de la devastación por doquier: una ventana rota, una puerta desencajada de su marco, un coche volcado y sobre todo ni rastro de vida. Cuando estábamos a punto de llegar a la casa de la pareja, donde se suponía que podríamos pillar su coche y salir zumbando de Chitá, empezó a sonar un móvil que nos dejó paralizados en mitad de la calle. Flipé: más material malo de película de terror.
-Ahora es cuando toca correr -me dije en voz alta.
Después de que Boris apagara su móvil y nos explicara que había sido la alarma que tenía programada para recordar tomarse unas pastillas y que extrañamente no había sonado durante nuestra reclusión forzosa en el Bar Pinomá (al que ya empezaba a echar de menos), se hizo un silencio sepulcral (nunca mejor dicho) y empezó a abrirse paso un rumor apagado de riachuelo, de tamtan lúgubre, de manada de ñúes en un documental de National Geographic. Miramos a nuestro alrededor, tropezamos con la cara descompuesta de los otros tres, que no era sino el reflejo de la nuestra, y de repente vimos salir en tromba de la iglesia, a unos doscientos metros, un chorro de zombis desbocados que de inmediato empezaron a correr hacia nosotros, gritando enfurecidos. En la helada y limpia mañana de marzo se podían distinguir bien los ojos inyectados en sangre, las bocas abiertas, hambrientas.
-¡Vamos! -gritó Miguelito, rompiendo el hechizo.
Echamos a correr. Alcanzamos la casa y en la puerta a Boris le temblaban las manos, se le cayeron las llaves al suelo. Estuve a punto de soltar una carcajada, no podía creérmelo. Cuando el zombi que iba en cabeza se encontraba a unos treinta metros mal contados conseguimos entrar dando tumbos. Seguimos a Anna por el pasillo, la cocina con el desayuno servido, intacto, el garaje. Una vez dentro del viejo Lada rojo, el motor se caló mientras la puerta del garaje empezaba a abrirse. No pude reprimir la carcajada por más tiempo y todos me miraron desconcertados. Por suerte el motor arrancó justo cuando empezaban a colarse los zombis. Nos llevamos a unos cuantos por delante.
-Sólo falta que uno se haya quedado enganchado al parachoques trasero -me dije a grito pelado. Eché un vistazo pero nada, sólo el horizonte de zombis que empezaba a quedar atrás. Fue entonces cuando el motor volvió a calarse. Todos volvieron a mirarme, pero así no había manera de soltarse y ni siquiera sonreí. Cortarrollos, pensé. Boris, Miguelito y yo nos bajamos para empujar. El Lada volvió a arrancar justo cuando reaparecían los zombis al final de la calle. Intentando subir al coche en marcha, Boris se torció un tobillo y cayó cuan largo era al suelo. Tuvimos que recogerlo sin mirar atrás, meterlo en el coche y volver a empujar un buen trecho, más o menos hasta que el zombi de cabeza, el mismo plusmarquista de antes, estuvo a punto de darnos alcance.
Después pasó todo lo que tenía que pasar: paramos para aprovisionarnos en una gasolinera de carretera donde unos zombis atacaron a Anna y la convirtieron en una de ellos. Nos vimos obligados a salir pitando con Miguelito al volante. Boris se limitó a echar un largo trago de una de las botellas de vodka que llevábamos con nosotros. Agradecí en silencio que el factor ruso evitase un sentimentalismo que nos habría convertido en protagonistas de una americanada vergonzante (no se ofendan, ya saben a lo que me refiero). Llegamos a la costa del Mar del Japón de noche, apenas unas horas antes de que nos encontraran en aquel embarcadero. Debo reconocer que cuando les vi llegar con sus trajes especiales y sus máscaras antigás y sus linternas cegadoras, no supe si alegrarme o echar a volar en bicicleta. Ahora que se lo he contado todo, ¿podría decirme dónde estamos? ¿Y Miguelito y Boris? Por curiosidad, ¿esa jeringuilla qué contiene? ¿Saben que estudié en el mismo colegio que Juan Carlos Fresnadillo?

miércoles, 3 de octubre de 2007

Material para un sueño

¿Quién? ¿Quién los vio pasar?
El viejo iba detrás de ella, redonda, rotunda, pero se le veía a él primero, gracias en gran medida a su altura, alturísima.
-El viejo era altísimo. Y calvo. Sonreía. Yo los vi pasar.
No todos estaban ciegos aquel mediodía florentino, alguien se cruzó con una pareja de ancianos de camino a Piazzale Michelangelo y creyó verse acompañado en el reflejo de un espejo de tiempo.
Éramos nosotros.