domingo, 24 de junio de 2007

Días de 2001

Habíamos quedado en un 24 horas antes de ir a la playa con la intención de hacer una vaquita y comprar unas cuantas botellas de ron, vasos de plástico, una bolsa de hielo. Era la noche de San Juan. Gloria se abrió paso entre el revuelo de gente precedida por su novio, un tipo amigo de un amigo que nos la presentó. Llevaba un vestido celeste y parecía que acababa de encontrarla abandonada en una gasolinera, los ojos azules enormes, cierto desamparo en la mirada, el pelo lacio, rubio, revuelto. Hablamos y pensé que me había precipitado, que en realidad se trataba de una persona apacible, a ratos muy divertida. En aquellos días de 2001 yo sentía una poderosa e inexplicable atracción por los acentos peninsulares, y su apellido, Sevilla, contribuía en gran medida. Creo que nunca le pregunté de dónde venía, y si lo hice lo he olvidado. Mejor así. La memoria es injusta, falsea los hechos, los convierte en recuerdos. Nos vende, en fin, las postales de nuestra vida. Gloria con su vestido celeste, su mirada triste, y un pie de foto o un texto en el reverso. Este texto. Tal vez aquella noche ni siquiera estaba triste. Ella en cualquier caso no se acordaría.
Lo que sí recuerdo con claridad es que mi vida entonces era un completo desastre. Salía con una loca de atar de la que creía estar enamorado, una relación bastante enfermiza que amenazaba con acabar conmigo. Dormía poco, apenas dos o tres horas. Pasaba el resto del día como un sonámbulo. Si conseguía llegar a clase lo hacía invariablemente tarde, en casa me pegaba al teléfono a esperar su llamada. En ocasiones deseé apagarme. Deseé que en la cara interior de mi antebrazo izquierdo hubiera un pequeño interruptor que al pulsarse apagara mis constantes vitales. Así de sencillo. Ahora me parece bastante ridículo y lamentable, pero en aquel momento era tan real que daba miedo. Por eso en cuanto se me presentó una oportunidad me di a la fuga. Así fue como acabé en Milán con una beca Erasmus en el bolsillo, pero antes pasó un verano entero sin volver a ver a Gloria.
Nos encontramos por casualidad una noche de diciembre, yo había vuelto a la isla apenas una semana antes. Después de haber dejado a mi loca en el portal de su casa, de camino a la mía encontré a Gloria. Reinaba detrás de la barra del único bar que vi abierto en compañía de un gato blanquinegro que dormitaba sobre un taburete alto. Entré sin pensármelo dos veces. Tomé algunas cervezas y ella me dedicó los pocos momentos en que podía darse un respiro. Hablamos, el gato a veces nos echaba un vistazo aburrido y bostezaba. Llegados a un cierto punto le pregunté qué planes tenía para después del cierre, la invité a tomar algo. Me pidió que esperase en la puerta a que terminase de recoger. No tardó mucho, o no recuerdo haberme impacientado. Recuerdo, eso sí, que ya entonces estaba algo achispado, y que me dediqué a hacer planes maestros mediante los que no tenía muy claro qué esperaba obtener.
Me ofreció un casco que sacó del portabultos bajo el asiento, montamos en su moto e hicimos el primer viaje al fin de la noche. Recorrimos dos o tres calles vacías hasta dar con La Mala Vida, donde nos aseguraron que tardarían todavía una hora más en cerrar. Hoy La Mala Vida no existe y es una prueba palpable de que el tiempo pasa, y sobre todo de que tal vez esa noche fue una encrucijada que no supimos resolver.
Nos sentamos al fondo del pasillo largo y estrecho que era aquel bar, en un sofá sobre una suerte de escenario o tarima de madera negra, entre pies de micro y amplificadores. Entonces Gloria me puso un dedo en la boca.
-Shhh, escucha, seguro que todavía se puede escuchar el eco del eco de una canción -me susurró al oído y a continuación empezó a canturrear algo ligeramente conocido, la sintonía de un canal, de un programa o de una serie de televisión.
-¿Cómo puedes acordarte de eso?
-¿No te he dicho que no tengo memoria? Hay años de mi vida que no recuerdo, pero las canciones están ahí y ocupan casi todo el espacio disponible -confesó abriendo mucho los ojos. Nos besamos. A nuestro alrededor se deslizaban sombras, se oían ruidos, alguien que empujaba con mucho esfuerzo un mueble enorme de un lado a otro de una habitación minúscula. De reojo La Mala Vida parecía desdibujarse, estar siendo desmontado pieza a pieza como el decorado de una película cuyo rodaje ha llegado a su fin, y no nos importaba.
Al salir un manotazo frío nos golpeó la cara y nos asedió en vano durante todo el trayecto a mi apartamento. Atravesamos en silencio la ciudad de punta a punta, callados como fugitivos, apenas delatados por el runrún sedante del motor. Recuerdo que me gustaba estar abrazado a su espalda, sentir su respiración, los brazos estrechando su cintura. En algún momento quise pedirle que siguiésemos adelante, que no aparcase. Subimos en el ascensor sin mediar palabra, entramos en el piso de puntillas, furtivos, como si fuera el de otra persona. Algo en el pecho amenazaba con explotar a medida que iba quedando expuesta su piel suave, fresca, blanca como el otoño. Como una promesa, pensé muy a mi pesar.
Amanecía cuando desperté y comprobé que Gloria no estaba a mi lado. Del salón en el ángulo oscuro llegaba el rumor apagado de la televisión encendida. La encontré allí, viendo una película de dibujos animados, acurrucada en el sofá, la cabeza apoyada en las manos. Había reaparecido la mirada triste, el desamparo. Puede que sólo estuviera cansada. Hablamos de irnos a vivir juntos, de tener un elefante a modo de mascota, uno pequeño y amaestrado que nos trajera el periódico a la cama. Teníamos casi veinte años. De la mano volvimos a la cama, y en la penumbra del cuarto nos soltamos, nos perdimos.

sábado, 16 de junio de 2007

Sereno

Hace poco una amiga que está lejos me escribió para hacerme saber entre otras cosas que me imaginaba sereno, sereno, en mi isla. Me gustó esa imagen de mí mismo, el reflejo deseado: empecé a imaginarme sereno en mi isla. Luego empecé a buscarme sereno en mi isla. Fui a la playa cada día, en soledad amena y en compañía, incluso fui a votar en unas elecciones municipales y autonómicas, pero la serenidad no es tan fácil de encontrar, por no hablar de encontrarse a uno mismo. Por no hablar.

martes, 5 de junio de 2007

Verídico (1)

Tres amigos franceses deciden viajar a España en verano. Uno de ellos propone Sevilla, porque allí vive una sevillana con la que coincidió en un instituto de Lyon -ella en calidad de auxiliar de conversación, él como profesor a secas-, y porque ha oído que tiene un color que es especial y que el corazón que a Triana va nunca volverá. Ni cortos ni perezosos, sino más bien todo lo contrario -no olvidemos que son franceses-, se plantan en la capital andaluza, ufanos de sus conocimientos de la lengua de Cervantes, ávidos por ponerlos en práctica, sobre todo para seducir a desprevenidas españolitas. Sin embargo, pronto llegan a la conclusión de que las españolitas están más avisadas de lo que creían, y además demuestran una agilidad innata para darles largas en cuanto detectan los grados de alcohol en sangre por hora a los que son capaces de llegar -no olvidemos, una vez más, que son franceses-. Una mañana, mientras sufren una considerable resaca, apretados en el sofá del salón de la casa de la sevillana, aparece en escena todavía somnoliento el hermano de esta y se apresuran a hacer gala de su correcto español de manual de secundaria preguntándole qué tal está.
-Po..., na'. Aquí 'tamos -se limita a responder el chico, descolocándolos para siempre.