martes, 3 de abril de 2007

Miss Saint-Pol 2007

Bien, ha llegado la primavera incluso a Saint-Pol. La dorada primavera de cielos despejados que altera la sangre, y yo encantado porque al mismo tiempo señala el principio del fin de mi estancia aquí. Y con la primavera, los saint-poloises -léase sempuluá- han inaugurado la estación de los bailes. El sábado pasado fui invitado a uno y por una serie de imperativos no tuve más remedio que asistir. Llegamos los primeros: una profesora del instituto y sus dos hijas pequeñas, la auxiliar irlandesa y yo. Nos recibieron los organizadores del evento, un matrimonio local. Él era el acordeonista de la banda y ella, micrófono en mano, explicaba los bailes. Se apresuraron a hacernos saber que además son padres de tres de nuestros alumnos, unos trillizos de lo más curiosos, dos chicas y un chico.
-No paran de hablar de ti -aseguró ella a continuación con una sonrisita que no supe cómo interpretar.
Mientras la sala se llenaba de gente me dediqué a leer unas cartulinas pegadas en las paredes en las que se ofrecía la lista de precios. Refrescos a dos euros, un vaso de sidra también a dos euros. La botella de sidra a tres euros.
En cuanto hubo suficiente público empezó el concierto con un tema tradicional escocés, al que le siguieron otras composiciones escocesas e irlandesas. Poco después la madre de los trillizos empezó a dar instrucciones. Logré escaquearme del primer baile con la coartada de hacer algunas fotos, pero para el segundo no hubo escapatoria. Los saint-poloises pueden ser muy persuasivos. De entrada, te preguntan si bailas. Si respondes que no, sencillamente te agarran y te lanzan al centro de la pista, donde, dadas las características del baile en cuestión, pasas de brazo en brazo sin apenas darte tiempo a preguntarte qué ha pasado y dónde está tu vaso de plástico lleno de sidra. Además, la música nunca se detiene, sólo cambia, de modo que una vez dentro no puedes salir. No pude evitar acordarme de la canción de Jacques Brel, de cuya letra puedo confirmar que los flamencos, en efecto, bailan sin articular palabra, casi sin sonreír y, por supuesto, siempre sin parar. Me llevó un buen rato asimilar que el baile consistía en dar cuatro pasos hacia delante llevando de la mano a tu pareja, luego otros cuatro pasos hacia delante pero de espaldas, luego cambiabas de lado con tu pareja, luego te acercabas a ella de un saltito, y luego volvías a cambiar de lado, sólo que en esa segunda ocasión en lugar de la persona con quien ya habías recorrido ocho pasos y dado un saltito -lo que en Escocia, según me confirmó la irlandesa, equivale a una declaración de amor eterno-, aparecía otra persona como por arte de magia. Yo, por ejemplo, había empezado a bailar con la madre de los trillizos, seguramente ilusionada ante la perspectiva de dar la vuelta a la tortilla -francesa, por supuesto- y ser ella por una vez la que no parase de hablar de mí -a lo que yo colaboraba con mi poca destreza-, cuando, al cambiar de lado por segunda vez, ¡zas!, aparece cogida a mi mano una abuela de sonrisa conmovedora. Cuando me había hecho al tacto de mi nueva pareja, nuevo cambio de lado y ¡hop!: aparece colgada de mi mano una niña diminuta de unos cinco años, y así sucesivamente hasta haber bailado con medio pueblo. La música, lejos de parecer a punto de terminar, iba in crescendo cuando, de repente, segundo cambio de lado y, en lugar de Madame Moustache, la bigotuda empleada del estanco donde compro El País del domingo cada lunes, ¡bum!, aparece de mi mano una belleza digna de pasear su porte por la pasarela de París. No lo dudé ni un segundo, tenía que ser Miss Saint-Pol 2007. Me dedicó una sonrisa cuando dimos el saltito y por un momento de enajenación mental transitoria quise pasar el resto de mi vida aquí, pero afortunadamente al cabo de un rato la música cesó, y con ella el baile. Adiós Saint-Pol.